El Primer Encuentro. Un Cuento de Rakún

El original en inglés.
Más traducciones de los Cuentos de Borén.

Bibán lo tomó por un día como cualquiera, aunque más hermoso. El sol brillaba en un cielo claro y una luna gibosa se aproximaba con orgullo al horizonte. Una vista que admirar, ¡de tan solo tener más tiempo afuera! En vez de eso, estaba en el aula, aprendiendo de las transmutaciones con el profesor Páchez (“Parches”).

El chico raro que todos llaman Fax se sentaba a su izquierda. El muchacho “silente” y sigiloso, con hábitos extraños y un atuendo nada ordinario. Muy pocos estudiantes le tenían en estima. Bibán lo veía mucho, y sentía curiosa sobre su antifaz de zorro, pero esta fue la primera vez que él tuvo su atención. No que la deseaba, nunca miró a su lado. En general, se quedaba encorvado sobre su cuaderno, llenándolo con diagramas y caligrafía apretada pero detallada. Con el tiempo restante, en las ocasiones esporádicas cuando el profesor Páchez se calló, miraba brevemente por la ventana donde el sol matutino brillaba. Bibán se preguntó por qué alguien que siempre se ocultaba el rostro del sol lo querría tanto.

Durante el período medioevo de la Tierra, una fascinación con convertir los metales vulgares en puro y con crear un elíxir de inmortalidad se arraigó en Europa. La alquimia que, quizá irónicamente, se volvió en la química moderna, es ciencia chatarra. Las transmutaciones, no obstante, son una aplicación mágica de la química según los borenses lo entienden por sus métodos extra-empíricos. Por lo tanto, goza de una gran importancia en el mundo de hoy. La preparación de medicamentos, el refinamiento del petróleo y los metales y la producción de aleaciones, todos ejemplos que Páchez dio para iniciar su clase, eran simplemente las prácticas más conocidas. Había aplicaciones todavía más avanzadas —campos redescubiertos tal como la medicina genética—, pero lo importante, en esta etapa de su educación, fue que un conocimiento de los fundamentos de la transmutación era esencial para conseguir un buen empleo.

Un creyente convencido en la experimentación activa, Páchez asignó grupos de dos o tres personas para empezar con el ejercicio más fácil posible como estiramiento: el encender pedacitos de papel. Y, para asegurarse de que sus estudiantes lo hiciesen de modo correcto, les instruyó a intentar oxidar el papel en los ejercicios posteriores, dándoles un tono marrón. Fax y Bibán formaron un equipo, y el primero sacó unas páginas de su cuaderno, haciendo jiras de uno. Fax no tuvo ni la menor dificultad con prender su papel, observando si orgullo ni juicio, mientras trozo tras trocito fue consumido por todo en llamas. Entonces miró a Bibán, su mirada aún neutra. Seguía sin tratar de encender nada.

Páchez también prestó atención. “Muy bien, Kopekchol —dijo—, pero sabíamos todos que podrías”.

“Solo quise calentarme”, contestó con deferencia. Se hizo oír la voz muy clara, pero todavía estaba callado. Su máscara no le ayudó a estar más fuerte.

“De’de lue’o —Páchez— acordó—, pero veo que a Bibán le falta su confianza. Creo que debes ayudarla”. Dicho eso, el profesor corrió a otro par. Zenni y Jhischi habían prendido todo el pupitre de la segunda, mientras carcajadas y gritos de pánico llenaron la parte trasera del aula. Toda la clase se detuvo para ver el suceso, aunque la emoción se apagó rápido con la intervención del profesor. Después, Bibán y Fax simplemente se observaron de cerca unos momentos, muy incómodos. Los ojos del muchacho nunca cambiaron su expresión; estaban cansados y no juzgó nada. Pero ni se atrevió siquiera a mirarla en los ojos.

Tras ese espacio, Fax dijo: “Anda, sé que puedes”, callado. A pesar de su sinceridad, su declaración no fue un voto de confianza. En cuanto a quemar papel, Bibán también estaba segura de sí misma. Crear llamas con papel es muy fácil, solo se necesita energía. Cada acto de convertir entre formas de energía —un poder esencial para los con dones mágicos— generó un poco de calor, lo único necesario. Bibán ya lo sabía, pero aún titubeó, concentrando en los ejercicios posteriores. ¿Cómo controlaría una reacción de oxidación?

Fax tomó otro pliegue y se lo dio. “No se trata de crear calor —dijo, sin mirarla—; para oxidarlo, piensa en el papel. Concéntrate”. Se puso ofendida. Ya sabía que debía concentrarse, muchísimas gracias. Y aparte, disfrutaba de una pureza sanguínea de 32%, mucho mayor que el promedio. ¿Es que el chico no se diese cuenta de lo estresante que es transferirse entre colegios en medio del año? Su frialdad aparente era igual de ofensiva para Bibán, de modo que tardó unos segundos más.

Otros fueguitos, más chicos que el de Zenni y Jhischi, formaron y disiparon por doquier, mientras Bibán dejó su mano en el papel. El poder por el cual los magos aprendieron tanto sobre su mundo les permitía intuir la composición física de las cosas, además de manipularla. La estudiante transferida, por fin, hizo como el muchacho le pidió, y la natura del papel se apareció rápido en su mente, aunque por grados.

“Si la ves, el próximo paso te será fácil”, Fax añadió. Le quiso contar que el siguiente era cambiar la fórmula, agregando oxígeno y algo de energía, para iniciar una reacción en cadena.

“Ya lo “, Bibán gruñó, interrumpiéndolo. Vio que Fax acababa de terminar su tarea. Todo el pliegue intacto mostraba tonos variables del marrón, oscureciendo yendo de arriba para abajo. “Vos sabés —se quejó, su papel prendiéndosele fuego—, a nadie le gusta un presumido como vos“.

Fax le dio la espalda. “No quiero jactarme. Quiero hacer mi mejor —Volvió a su postura original—. Puedes hacer lo que yo”. Otra vez, sonó sincero, y lo dijo con el mismo volumen que antes. Bibán cambió de opinión. Fax solo deseaba ayudarla, siempre lo sabía. Y creía en ella, no como muchos estudiantes. Sí, la muchacha podía, siempre decía que era una de los mejores, y ahora tuvo la oportunidad para demostrarlo. De hecho, se dijo que podría hacer algo mejor que Fax. “No mires”, ordenó. Fax dio otra vuelta, mirando por la ventana. Después de unos minutos, Bibán dijo que Fax podría ver.

Todo el papel de ella era un marrón claro. Menos el mensaje, que lo dejó blanco. Lo siento, Fax, se leía, en garabatos. Fax se frotó el brazo, y agregó a su primer pliegue: Yo también, en caligrafía negra, con tan solo tocar el eje. No tuvo por qué disculparse, ella decidió. E hizo su obra mejor, ya que no tuvo que mover la mano su el papel, no como ella. Su talento le impresionó, aunque no tanto como su amabilidad.

En un instante, los dos se volvieron amigos. Y quiso entenderlo mejor, convencida de que la actitud negativa de los demás era errónea. A partir de entonces, ese día le sobresalía para ella entre todos.

¿Tú qué opinas?